General Conference Daily Bulletin, 1895
El mensaje del tercer ángel (nº 18)

A.T. Jones

 


Esta tarde comenzaremos nuestro estudio en Romanos 7:25: “Con la mente sirvo a la ley de Dios, pero con la carne, a la ley del pecado”. Repito lo que dije en el estudio precedente: que es en el dominio del pensamiento donde se sirve a la ley de Dios; es ahí donde tiene lugar la batalla contra el pecado y donde se gana la victoria.

Los deseos de la carne, los deseos de los ojos y la vanagloria de la vida –esas tendencias al pecado que están en la carne, y que ejercen su atracción sobre nosotros- producen la tentación. Pero la tentación no es pecado. No hay pecado, con tal que el deseo no sea acariciado. Ahora bien, tan pronto como el deseo resulta acariciado, tan pronto como lo consentimos y lo albergamos en la mente dándole allí residencia, aparece el pecado. Se ha cometido el pecado, sea que se materialice en la acción, o que no suceda así. De hecho, en nuestra mente hemos satisfecho ya ese deseo. Al consentirlo, hemos consumado ya el hecho en lo que a la mente respecta. Todo cuanto puede venir después es simplemente la parte sensual, la sensación de disfrutar satisfaciendo la carne.

Así lo muestran las palabras del Salvador en Mateo 5:27-28:

“Oísteis que fue dicho: ‘No cometerás adulterio’. Pero yo os digo que cualquiera que mira a una mujer para codiciarla, ya adulteró con ella en su corazón”.

Por lo tanto, el único lugar en el que nuestro Señor podía traernos ayuda y liberación, es allí en donde se encuentran los pensamientos, en el sustrato mismo del pecado, allí donde el pecado es concebido, donde se inicia. En consecuencia, al ser tentado y probado como lo fue cuando se le escupió, cuando fue abofeteado y herido en su juicio en Jerusalem, y en todo su ministerio público cuando los fariseos, saduceos, escribas y sacerdotes, en su iniquidad e hipocresía –conocidas por Cristo- hicieron todo cuanto pudieron para irritarlo y hacer que perdiera el control de sí; cuando fue constantemente probado de ese modo, su mano no se levantó jamás para contestar la agresión. Jesús nunca tuvo que reprimir una acción como esa, puesto que ni siquiera permitió dar cabida al impulso que habría llevado a una acción tal. No obstante, tenía nuestra naturaleza humana, en la que impulsos de esa clase son tan comunes. ¿Cuál es, pues, la razón por la que en nuestra naturaleza humana que él tomó no se manifestaron gestos de ese tipo?

Por la razón de que estaba de tal modo sometido a la voluntad del Padre, que el poder de Dios mediante el Espíritu Santo obraba de tal modo contra la carne, peleando la batalla en la esfera del pensamiento. Nunca, ni en la más sutil de las formas del pensamiento, se permitió concebir un impulso como el descrito. Así, bajo todos esos insultos y gravosas pruebas, se mantuvo tan dueño de sí -nuestra naturaleza humana se mantuvo en él tan  calmada- como cuando el Espíritu Santo descendió sobre él en forma de paloma en las orillas del Jordán.

“Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús”. No es propio de un cristiano el perder su dominio propio y pronunciar palabras acaloradas, o levantar con resentimiento su mano, para decirse después a sí mismo: ‘¡Oh, soy cristiano! No debo decir esto, o hacer aquello!’ No. Hemos de estar hasta tal punto sometidos al poder de Dios y a la influencia del Espíritu de Dios, que nuestros pensamientos sean tan completamente controlados como para que se gane ya la victoria, y no se de siquiera la ocasión a que el impulso se manifieste. Entonces seremos cristianos allá donde estemos, en todo tiempo, bajo cualquier circunstancia y contra la influencia que sea. Pero hasta tanto no hayamos alcanzado ese punto, no podremos estar seguros de que vamos a manifestar un espíritu cristiano bajo cualquier circunstancia, en todo tiempo y contra cualquier insulto.

Tal como vimos en el estudio precedente, todo lo que se acumuló sobre Cristo, todo lo que soportó, son precisamente las mismas cosas que la naturaleza humana encuentra tan difícil soportar. Y nosotros, antes de lograr el objetivo propuesto, habremos de enfrentarnos con esas mismas cosas que la naturaleza humana encuentra tan difícil soportar; y a menos que tengamos la batalla ganada de antemano y seamos en verdad cristianos, no podremos estar seguros de que vamos a manifestar un espíritu cristiano en los momentos en que es más necesario. De hecho, el momento en el que es más necesario el espíritu cristiano es en todo tiempo.

 En Jesús, el Señor nos ha traído el poder que nos pondrá en las manos de Dios, y hará que estemos tan sometidos a él, que será él quien tenga el pleno control de cada uno de nuestros pensamientos, haciendo que seamos cristianos todo el tiempo y en todo lugar, “llevando cautivo todo pensamiento a la obediencia a Cristo” (2 Cor 10:5).

“El reino de Dios está entre vosotros” (Luc 17:21). Cristo mora en nosotros, y él es el Rey. La ley de Dios queda escrita en el corazón, y esa es la ley del reino. Allí donde está el Rey y la ley del reino, allí está el reino. En los más recónditos rincones, en el recinto secreto del corazón, en la raíz misma y fuente de los pensamientos, allí establece Cristo su trono; allí el Espíritu escribe la ley de Dios; allí ejerce el Rey su autoridad y afirma los principios de su gobierno; y el cristianismo consiste en lealtad a todo lo anterior. Así, en la misma ciudadela del alma, de los pensamientos, en el único lugar en el que el pecado podría entrar, allí pone Dios su trono; allí establece su reino; pone allí su ley, y el poder que hace que se reconozca la autoridad de su ley, y que se materialicen en la vida los principios de su ley; y el resultado es paz, sólo paz y siempre paz. Eso es lo que Cristo nos ha traído, y lo que viene a nosotros con la mente de Cristo.

Veámoslo en mayor detalle. Cuando Cristo tuvo nuestra naturaleza humana, estuvo allí en su yo divino, pero no lo manifestó. ¿Qué hizo con su yo divino en nuestra carne, cuando él se hizo nosotros? –Se anonadó de su yo divino, se vació siempre de él, a fin de que nosotros pudiéramos vaciarnos de nuestro malvado yo, de nuestro yo diabólico. Ahora bien, no hizo nada por la propia carne. Afirmó: “No puedo yo hacer nada por mí mismo” (Juan 5:30). Su propio yo divino, que había hecho los cielos, estuvo allí todo el tiempo. Pero de principio a fin, de sí mismo no obró nada. Mantuvo su yo anonadado: se vació de sí mismo. ¿Quién, pues, obró lo que en él tenía lugar? “El Padre, que vive en mí, él hace las obras” (Juan 14:10), él habla las palabras. ¿Quién era, entonces, el que se oponía al poder de la tentación sobre él, en nuestra carne? –El Padre. Fue el Padre quien lo guardó de pecar. Fue guardado “por el poder de Dios” (1 Ped 1:5), lo mismo que debemos serlo nosotros.

Él fue nuestro yo pecaminoso en la carne, y allí –en su carne- fueron avivadas todas esas tendencias al pecado a fin de inducirlo a que consintiera en pecar. Pero no fue él quien se guardó a sí mismo de pecar. De haber ocurrido así, se habría manifestado a sí mismo en contra del poder de Satanás, lo que habría arruinado el plan de la salvación, incluso aunque no hubiera pecado. Y si bien en la cruz fueron pronunciadas en son de burla, eran ciertas las palabras: “A otros salvó, pero a sí mismo no se puede salvar” (Mat 27:42). Por lo tanto, se anonadó completamente, se vació de sí mismo; y manteniendo sumiso su yo permitió que viniera el Padre y que obrara contrariamente a la carne pecaminosa, salvándolo y salvándonos a nosotros en él.

Los pecadores están separados de Dios, y él quiere regresar al lugar mismo del que el pecado lo desalojó en la carne humana. Pero no podía venir a nosotros en nuestro estado, pues no habríamos podido soportar su presencia. Por consiguiente, Cristo vino en nuestra carne, y el Padre moró con él. Podía soportar la presencia de Dios en su plenitud, por lo tanto Dios pudo morar plenamente en él, lo que permite que la plenitud de Dios sea traída a nuestra carne.

Cristo vino en esa carne pecaminosa, pero no hizo nada por sí mismo contra la tentación y el poder del pecado en la carne. Se vació de sí mismo, y el Padre obró en carne humana contra el poder del pecado, guardándolo de pecar.

Está escrito del cristiano: “Sois guardados por el poder de Dios mediante la fe” (1 Ped 1:5). Eso se efectúa en Cristo. Nos sometemos a Cristo; él mora en nosotros, dándonos su mente. Esa mente de Cristo permite que nuestro malvado yo permanezca sometido. La mente de Cristo –“Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús”- hace que nos vaciemos de nuestro yo, evitando que se imponga, ya que toda manifestación de nuestro yo es en sí misma pecado. Cuando la mente de Cristo mantiene a raya nuestro yo, el Padre tiene la oportunidad de venir a nosotros y guardarnos de pecar. De esa manera “Dios es el que en vosotros produce así el querer como el hacer, por su buena voluntad” (Fil 2:13). Se trata siempre del Padre, de Cristo y de nosotros mismos. Es el Padre manifestado en nosotros mediante Cristo, y en Cristo. La mente de Cristo nos vacía de nuestro yo pecaminoso, y evita que se imponga nuestro yo a fin de que Dios, el Padre, pueda venir a nosotros y obre contra el poder del pecado, guardándonos de pecar. De esa forma “Él es nuestra paz, que de ambos [Dios y nosotros] hizo uno, derribando la pared intermedia de separación; dirimiendo en su carne las enemistades... para edificar en sí mismo los dos en un nuevo hombre, haciendo la paz” (Efe 2:14-15). Se trata pues del Padre, de Cristo y de nosotros: Nosotros, los pecadores; Dios, impecable; Cristo reuniendo al Impecable con el pecaminoso, y dirimiendo –aboliendo- en sí mismo la enemistad, vaciándonos del yo a fin de que Dios y nosotros podamos ser uno, haciendo así un hombre nuevo, y trayendo así la paz. De esa forma la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, guardará vuestros corazones y mentes mediante -y en- Jesucristo.

¿No es una inmensa bendición, el que el Señor Jesús haya hecho todo eso por nosotros, que haya querido hacer su morada con nosotros, dilucidando así esa cuestión, no dejando duda alguna de que el Padre nos guardará de pecar tan ciertamente como lo guardó a él? No cabe ya duda alguna, puesto que cuando Cristo está allí, lo está con el propósito de vaciarnos del yo. Y cuando nuestro yo desaparece, ¿habrá algún impedimento para que se manifieste el propio Padre? Cuando se nos guarda de que impongamos nuestro yo, no habrá obstáculo a que el propio Dios se imponga en nuestra carne. Ese es el misterio de Dios: “Cristo en vosotros, esperanza de gloria” (Col 1:27), Dios manifestado en carne. No se trata simplemente de Cristo manifestado en carne; es Dios manifestado en la carne. Cuando Jesús vino al mundo, no era Cristo manifestado en carne, sino Dios manifestado en carne: “El que me ha visto a mí ha visto al Padre” (Juan 14:9).

Cristo se vació de sí mismo a fin de que Dios pudiera manifestarse en carne, en carne pecaminosa; y cuando viene a nosotros y mora en nosotros de acuerdo con nuestro deseo, nos trae esa mente divina que le es propia, y que vacía del yo allí donde está, allí donde se le permite la entrada, donde se le deja actuar; la mente de Cristo es el vaciarse del yo, abolirlo, destruirlo, aniquilarlo. Así pues, por propia elección viene a nosotros esa mente divina: tan ciertamente como esa mente more en nosotros, nos vaciará del yo. Y tan pronto como suceda lo anterior, Dios obra plenamente y se manifiesta a sí mismo en carne pecaminosa como la nuestra. Y eso significa victoria, significa triunfo.

De esa forma con la mente servimos a la ley de Dios. La ley se manifiesta, se cumple, sus principios brillan en la vida, ya que la vida es el carácter de Dios manifestado en carne humana, carne pecaminosa, mediante Jesucristo. Ese pensamiento debiera elevarnos a cada uno de nosotros por encima de todo el poder de Satanás y del pecado. Lo hará tan ciertamente como nos sometamos a esa mente divina, y permitamos que haga su morada en nosotros, tal como la hizo en él.

Una y otra vez nos viene la palabra: “¡Levántate, resplandece!” (Isa 60:1). Ahora bien, no podemos levantarnos a nosotros mismos; es la verdad y el poder de Dios quienes que han de hacerlo. ¿Acaso no está aquí la verdad que levantará al mortal? –Sí que está, y lo levantará de los muertos tal como veremos antes de terminar el tema. Pero era necesario detenerse en ese pensamiento a fin de que podamos ver cuan completa es la victoria, y cuan seguros hemos de estar de ello en la medida en que nos sometamos a Cristo y aceptemos la mente que hubo en él. Por lo tanto tened siempre presente que la batalla contra el pecado ocurre en la esfera del pensamiento, y que el Vencedor, el Guerrero que peleó allí la batalla -obteniendo la victoria en todo tipo de conflicto imaginable- viene y establece su trono en la ciudadela de la misma fuente del pensamiento, el origen del pensamiento del corazón del pecador que cree. Establece allí su trono, implantando los principios de su ley, y reinando. Viene entonces a ser cierto que “así como el pecado reinó para muerte, así también la gracia reinará”. ¿Reinó el pecado? -¡Y tanto que reinó! ¿Con poder? –Ciertamente. Reinó; rigió. Pues bien, de la misma forma reinará ahora la gracia. ¿Lo va a hacer tan ciertamente -con tanto poder- como sucedió con el pecado? –¡Mucho más aún! Más plenamente, de forma más abundante y con mucha mayor gloria. Tan ciertamente como el pecado reinó en nosotros, cuando estamos en Cristo, la gracia de Dios reinará mucho más aún, “porque así como el pecado reinó para muerte, así también la gracia reinará por la justicia para vida eterna mediante Jesucristo, Señor nuestro”. Y siendo así podemos avanzar de victoria en victoria hacia la perfección.

Desde esa altura a la que nos hace subir la verdad –y es propio llamarle altura-, podemos seguir gozando, leyendo con gratitud aquello que tenemos en él, y recibiéndolo plenamente en el alma. Pero a menos que el Señor nos eleve a esa altura y nos ponga allí, colocándonos donde él tiene el control de la ciudadela, de forma que tengamos la seguridad de dónde está y dónde estamos nosotros, aquellas otras buenas cosas resultarán vagas, indefinidas y resultarán estar más allá de nuestro alcance –algunas veces casi a nuestro alcance, haciendo que deseemos estar allí donde podríamos tenerlas y conocer la realidad de las mismas; pero aún así quedando siempre un poco más lejos de lo que somos capaces de alcanzar, y dejándonos insatisfechos. Pero cuando nos sometemos completa, plena, absolutamente, sin reservas, dejando ir al mundo con todo lo que tiene, entonces recibimos esa mente divina suya mediante el Espíritu de Dios que le da posesión de esa ciudadela y que nos eleva a esa altura en la que esas otras cosas no es ya que estén a nuestro alcance, sino que están en el corazón, trayendo gozo perpetuo a nuestras vidas. Entonces, en él, las tenemos como posesión, y es nuestro privilegio el saberlo, siendo el gozo que traen, como dijo Pedro, “inefable y glorioso” (1 Ped 1:8).

Así pues, dado que el Señor nos ha elevado a esa altura, y que nos sostendrá en ella, vayamos adelante y leamos, y a medida que leemos recibamos aquello que tenemos en él. Empezamos en Romanos 6:6. Esa es la Escritura que concierne más directamente con el pensamiento particular que hemos venido considerando esta tarde. “Sabiendo esto” –Sabiendo, ¿qué? “Sabiendo esto, que nuestro viejo hombre fue crucificado juntamente con él”. ¡Bien! En Jesucristo, en su carne, ¿acaso no resultó la naturaleza humana -la carne pecaminosa- crucificada? ¿Cuál? ¿Quién fue él? Fue humano, fue nosotros. Entonces, ¿cuál fue la carne pecaminosa, cuál la naturaleza humana que fue crucificada en la cruz de Jesucristo? –La mía. Por lo tanto, tan ciertamente como tengo esa bendita verdad sellada en mi corazón y mente: que Jesucristo fue hombre, naturaleza humana, naturaleza pecaminosa, y que él fue yo mismo en la carne, tan ciertamente como tenga eso, es un hecho que cuando él fue crucificado, lo fui yo. Mi naturaleza humana -yo mismo- fue allí crucificada. Por lo tanto, puedo decir con total veracidad, y con la certeza de la fe, “Con Cristo estoy juntamente crucificado” (Gál 2:20). Es así.

Oímos frecuentemente decir: ‘Quisiera tener a mi yo crucificado’. Bien; les leemos el texto: “Sabiendo esto, que vuestro viejo hombre fue crucificado juntamente con él”. Entonces nos responden: ‘Cómo me gustaría que fuera así’. Continuamos con el texto: “Con Cristo estoy juntamente crucificado”. -Dice: estoy. ¿Quién está?, ¿tú? -Responden: ‘No veo que sea yo. Me gustaría que así fuera, pero no veo cómo puedo estar crucificado, y no comprendo cómo es que leyéndolo y afirmando que es así, vaya a ser verdad’. Pero la Palabra de Dios lo asegura y es así, puesto que así lo dice, y sería cierto y efectivo por siempre si eso fuese todo cuanto hubiera. Pero en este caso es así porque es así. Dios no pronuncia esa palabra a fin de que sea así en nosotros, sino porque es así en nosotros, en Cristo.

Recordaréis que en el primer capítulo de Hebreos tenemos una ilustración de lo anterior. Dios no llamó a Cristo “Dios” a fin de hacerlo Dios. No; lo llamó “Dios” porque era Dios. Si es que no lo hubiera sido previamente, cuando Dios pronunció la palabra “Dios” sobre él, habría causado que lo fuera, puesto que se trata del poder de la palabra de Dios. Eso sería así, si no hubiera más que eso; pero es cierto también en otro sentido: Cristo era Dios, y cuando Dios lo llamó así, es porque eso es lo que era. Por lo tanto, en ese doble sentido es Dios por siempre. Es así “por dos cosas inmutables, en las cuales es imposible que Dios mienta” (Heb 6:18).

Aquí sucede lo mismo. Nuestro viejo hombre está crucificado; pero cuando Dios envía su palabra a propósito de que es así, aceptando nosotros dicha palabra y sometiéndonos a ella, viene a ser así para todo aquel que lo acepte, dado que la palabra tiene en ella misma el poder divino para llevar a cabo lo que dice. Y de esa forma sería eternamente así, aunque eso fuera todo cuanto hubiera. Pero no es eso todo lo que hay, puesto que en Jesucristo la naturaleza humana fue crucificada en aquella cruz de una forma real, literalmente; y se trata de mi naturaleza humana; fui yo mismo en él, el que fue allí crucificado. En consecuencia, de todo aquel que está en Cristo, Dios declara que está “juntamente crucificado”. Por esas dos cosas inmutables, por partida doble, es así. Podemos pues decirlo en total libertad: no es jactancia, no es presunción de ninguna forma; es sencillamente una confesión de fe en Cristo Jesús: “Con Cristo estoy juntamente crucificado”. ¿No está él crucificado? Entonces, tan ciertamente como que estoy en él, ¿acaso no estoy crucificado con él? Así lo afirma la palabra de Dios. “Nuestro viejo hombre fue crucificado juntamente con él”. Agradezcamos al Señor porque así sea.

¿Qué sentido tiene entonces que procuremos, que deseemos, que hagamos lo posible por estar crucificados, de forma que podamos entonces creer que Dios nos acepta? ¡Ya es un hecho, gracias al Señor! En él está ya cumplido. Tan ciertamente como que el alma sumerge su yo en Cristo, y mediante ese poder divino que él nos ha traído resultamos capacitados para realizarlo, con igual certeza el hecho tiene lugar como un evento divino. Decir -reconocer- el hecho divino de que “con Cristo estoy juntamente crucificado”, no es otra cosa que la genuina expresión de la fe. Jesús sumergió su yo divino en nuestra naturaleza humana, resultando enteramente crucificado. Cuando nos sumergimos en él, sucede otro tanto, puesto que sólo en él queda cumplido. Es siempre en él. Llamo la atención al pensamiento que consideramos hace unas semanas al propósito de que no se trata de “en él” en el sentido de que él sea un almacén al que podemos acudir, tomar de él y aplicárnoslo a nosotros. No: es “en él” en el sentido de que todo está allí, y cuando estamos en él, cuando acudimos al almacén, cuando nos sumergimos en él, lo tenemos todo en él, puesto que estamos en él.

Por lo tanto, que nuestras almas digan por la fe de Jesucristo: “Sabiendo esto, que nuestro viejo hombre fue crucificado juntamente con él”; “Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí”. Cristo vive nuevamente. Y nosotros vivimos debido a que él vive. “Ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios”. En el Hijo de Dios; en la fe del Hijo de Dios, esa fe divina que él trajo a la naturaleza humana, y que nos da a ti y a mí. “Vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gál 2:20). ¡Cómo me amó! Puesto que se dio a sí mismo en toda su gloria e inconmensurable valor por mí -que no era nada-, ¿será mucho el que yo me entregue a él?

Pero hay más en el versículo. Seguimos en Romanos 6:6: “Sabiendo esto, que nuestro viejo hombre fue crucificado juntamente con él, para que el cuerpo del pecado sea destruido, a fin de que no sirvamos más al pecado”. ¡Magnífico! En él tenemos la victoria, la victoria de la esclavitud al pecado. En ese conocimiento de que estamos crucificados con él, obtenemos la victoria que nos libra del servicio al pecado.

Ese bendito hecho que encontramos en él, nos eleva hasta esa altura. Sí, y el hecho nos sostiene ahí. Hay en él poder. Es un hecho. Tendremos ocasión de estudiarlo más plenamente a continuación.

Tras haber sido crucificado, ¿qué ocurrió? Cuando fue clavado en la cruz, ¿qué tuvo lugar? -Su muerte. Leed ahora el versículo ocho de ese mismo capítulo: “Si morimos con Cristo”; ¿qué otra cosa podría suceder? Tan ciertamente como que estoy crucificado con él, estaré muerto con él. Siendo crucificados con él, estamos muertos con él.

¿Muertos con él? ¿Sabemos lo que implica? Volvamos al versículo cuatro. ¿Qué sucedió a Cristo tras haber sido crucificado y tras haber muerto? -Fue sepultado. Sepultado, tal como se hace con los muertos. ¿Qué sucederá con nosotros? “Somos sepultados juntamente con él”. ¡Sepultados con él! ¿Fuimos crucificados con él? ¿Morimos con él? ¿Han traído el Padre y Cristo en la naturaleza humana la muerte del yo pecaminoso? -Sí. ¿De quién? -Del mío.

¿No veis, pues, que todo eso es un don de la fe, del que hemos de apropiarnos junto a todo lo que Dios nos da con la fe? La muerte al viejo hombre ocurre en Cristo; la encontramos en él, y damos gracias a Dios por ello. El viejo hombre fue crucificado con él, murió con él; y cuando Cristo fue sepultado, nuestro viejo hombre fue sepultado con él. Mi viejo, humano y pecaminoso yo fue crucificado, muerto y sepultado con él. Y con él continúa sepultado cuando estoy en él. Fuera de él nada tengo, por descontado. Todo aquel que esté fuera de él no posee nada de lo anterior. Todo es en él. Y lo recibimos todo por la fe en él.

Lo que estamos estudiando es sencillamente el hecho de que lo tenemos en él; estudiamos los hechos que se nos dan en él, y que debemos tomar por la fe. Se trata de hechos de fe.

Damos gracias al Señor porque todo sea un hecho literal: nuestro viejo hombre fue crucificado, muerto y sepultado con él, y en él tenemos ese don. En él tenemos el don, y el hecho de la muerte del viejo hombre: la muerte de la naturaleza humana pecaminosa, y su sepultura. Y cuando lo viejo es crucificado, muerto y sepultado, leemos en el siguiente versículo (el siete): “El que ha muerto, queda libre del pecado”.

Así pues, “sabiendo... que nuestro viejo hombre fue crucificado juntamente con él”, no debiéramos servir más al pecado, por haber quedado libres de esa esclavitud. Hermanos, me satisface que sea hoy tan natural como el respirar, el que demos gracias a Dios por habernos librado del servicio al pecado. Lo repito: Es adecuado, es nuestro privilegio y derecho el reclamar en Cristo -en él solamente, y sólo si creemos en él- y agradecerle por quedar libres del servicio al pecado. Es algo tan natural como que respiremos al levantarnos por la mañana.

¿Cómo podría tener la bendición y el beneficio que están ahí contenidos, si es que no lo tomara? Si estoy siempre dubitativo y temo no haber sido librado del servicio al pecado, ¿cuánto tiempo va a tomar el que así suceda? Ese mismo dudar, ese temor, tienen su raíz en la incredulidad, que constituye en sí misma pecado. Pero en él, siendo que Dios nos ha traído libertad del servicio al pecado, tenemos el derecho a darle gracias por ella; y tan ciertamente como la reclamemos y demos gracias por ella, la disfrutaremos. “El que ha muerto, queda libre del pecado” (según versiones: “justificado del pecado”). Está en él, y lo tenemos tan pronto como estamos en él por la fe.

Leamos ahora desde el principio el capítulo seis de Romanos:

“¿Que, pues, diremos? ¿Perseveraremos en el pecado para que la gracia abunde?” ¡De ninguna manera! Porque los que hemos muerto al pecado, ¿cómo viviremos aún en él?”

¿Puede alguien vivir en aquello a lo que murió? -No. Así pues, cuando el hombre ha muerto por el pecado, ¿podrá vivir en pecado?, ¿podrá vivir con pecado? Imaginad que alguien muere de delirium tremens o de fiebre tifoidea. ¿Podrá vivir en delirium tremens o en fiebre tifoidea? ¿Podrá hacerlo, aun si pudiera ser traído nuevamente a la vida, como para darse cuenta del hecho? No querría tener nada que ver con ello, ni aún oírlo mencionar, puesto que eso fue lo que le quitó la vida. Así sucede con aquel que murió al pecado. El solo pensamiento, la más mínima presencia del mismo, significa muerte para él. Si tiene conciencia y vida suficientes como para saber que está ahí, volverá a morir al pecado. No puede vivir en aquello a lo que murió.

El gran problema para muchos es que no sienten la suficiente repugnancia hacia el pecado como para morir a él. Ahí radica el problema. Desarrollan una repulsión quizá hacia cierto pecado en particular, y quieren ponerle fin: quieren “morir” a ese pecado, y creen que lo logran. Repudian algún pecado en particular, que les parece impropio de ellos: no pueden conservar el aprecio y estimación de la gente mientras aquel pecado resulte en ellos tan manifiesto; por lo tanto, lo combaten. Pero no les repugna el pecado, el pecado en sí mismo, en su concepción, el pecado en abstracto, sea que se exprese de una u otra forma en particular. El pecado mismo no les resulta suficientemente repulsivo como para morir a él. Cuando el hombre siente auténtica repulsión hacia el pecado; no a ciertos pecados, sino al pecado, a la más mínima insinuación del mismo -al solo pensamiento de él-, entonces le resulta imposible seguir viviendo en dicho pecado. No puede vivir en él; fue una vez su asesino. No puede ya vivir en aquello a lo que murió.

Tenemos constantemente la oportunidad de pecar. Nunca nos falta la ocasión de pecar y de vivir en pecado. Pero está escrito: “Llevamos siempre en el cuerpo la muerte de Jesús” (2 Cor 4:10). “Cada día muero” (1 Cor 15:31). Tan ciertamente como he muerto al pecado, su sola sugerencia resulta para mí muerte. Es muerte para mí en él.

 Eso queda resumido en una expresión de asombro y sorpresa: “Los que hemos muerto al pecado, ¿cómo viviremos aún en él? ¿O no sabéis que todos los que hemos sido bautizados en Cristo Jesús, hemos sido bautizados en su muerte?” (Rom 6:2-3). Se trata del bautismo en su muerte.

“Porque somos sepultados juntamente con él para muerte por el bautismo, a fin de que como Cristo resucitó de los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en vida nueva” (Rom 6:4).

Vayamos a Colosenses. Recordad lo dicho por el hermano Durland. Col 2:20: “Si habéis muerto con Cristo en cuanto a los rudimentos del mundo [la mundanalidad y la enemistad que trae el mundo], ¿por qué, como si vivierais en el mundo, os sometéis a preceptos...” del mundo?

Está ahí hablando de nuestra liberación de servir al pecado. Es Romanos 6:6 dicho en otras palabras: “Nuestro viejo hombre fue crucificado juntamente con él, para que el cuerpo del pecado sea destruido, a fin de que no sirvamos más al pecado”. ¿Por qué, como si viviéramos ajenos a Cristo, seguimos haciendo esas mismas cosas? ¡No debiera ser así! Rom 6:14: “El pecado no se enseñoreará de vosotros”. Aquel que es librado del dominio del pecado, queda librado de servir al pecado. En Jesucristo eso es también un hecho. Así, seguimos leyendo en Romanos 6:6-8:

“Sabiendo esto, que nuestro viejo hombre fue crucificado juntamente con él, para que el cuerpo del pecado sea destruido, a fin de que no sirvamos más al pecado, porque el que ha muerto ha sido justificado [queda libre] del pecado. Y si morimos con Cristo, creemos que también viviremos con él”.

¿Vive Cristo? -Sí. ¡Gracias sean dadas al Señor! ¿Quién murió? -Jesús, y nosotros estamos muertos con él. Pero él vive, y los que creen en él viven con él. Lo estudiaremos en mayor profundidad más adelante.

“Y sabemos que Cristo, habiendo resucitado de los muertos, ya no muere; la muerte no se enseñorea más de él. En cuanto murió, al pecado murió una vez por todas; pero en cuanto vive, para Dios vive” (vers. 9-10)

Aferrémonos a eso. Demos gracias a Dios, ahora y por siempre, cada día y en cada pensamiento: “Con Cristo estoy juntamente crucificado”. Tan ciertamente como él fue crucificado, lo soy yo; tan ciertamente como él murió, muero yo; tan ciertamente como fue sepultado, lo soy yo; y tan ciertamente como que él resucitó, yo resucito con él; por lo tanto, no serviré al pecado. En él tenemos la libertad del dominio del pecado, y de servir al pecado. ¡Gracias al Señor por su don inefable!


                  


 

 

www.libros1888.com