El hombre Abram
Paul E. Penno, 18 de noviembre 2006

 

Cuando Dios llamó a Abram de Ur de los Caldeos, lo hizo con el propósito de convertirlo en el germen de su iglesia. Dios siempre ha llamado a su pueblo partiendo de ciudadanos del mundo, de forma que pueda usarlos para evangelizar al resto del mundo a través de ellos. La iglesia ha de estar en el mundo, aunque sin ser del mundo.

 

Dios hizo una promesa séptuple a Abram. El pacto Abrahámico es un pacto de gracia y salvación. “Jehová había dicho a Abram: ‘Vete de tu tierra, de tu parentela y de la casa de tu padre, a la tierra que te mostraré. (1) Haré de ti una nación grande, (2) te bendeciré, (3) engrandeceré tu nombre (4) y serás bendición. (5) Bendeciré a los que te bendigan, (6) y a los que te maldigan maldeciré; (7) y serán benditas en ti todas las familias de la tierra’” (Gén 12:1-3).

 

Dios prometió a Abram literalmente el mundo (Rom 4:13). Las familias serían benditas mediante él. Dios está por la obra de edificar su nación espiritual mediante la iglesia. Esas siete bendiciones han de ser recibidas por la fe en Cristo crucificado.

 

El apóstol Pablo afirma llanamente que Dios predicó el evangelio de Cristo a Abram. “La Escritura, previendo que Dios había de justificar por la fe a los gentiles, dio de antemano la buena nueva a Abraham, diciendo: ‘En ti serán benditas todas las naciones’. De modo que los que tienen fe son bendecidos con el creyente Abraham” (Gál 3:8-9).

 

En el momento en que Dios le hizo la promesa, Abram era un gentil. No era hebreo ni israelita. No existían aún hebreos ni israelitas. Por lo tanto, la promesa de Dios alcanzaría a los gentiles según la línea de Abraham.

 

La bendición incluía la justificación de los gentiles mediante la fe. Abram fue fiel en creer la promesa de Dios. Experimentó por la fe la justificación de Dios. Como un reflejo del propio Dios, vino a ser pregonero de justicia. Y allí donde anunció las buenas nuevas de liberación y perdón divino de los pecados, los gentiles que creyeron resultaron bendecidos por Cristo.

 

El mensaje del evangelio que Dios proclamó a Abram cabe resumirlo así: “En ti serán benditas todas las naciones”. El evangelio es el poder de Dios revelado en Cristo crucificado (1 Cor 1:17-18). Dios reveló a Abram un “conocimiento claro” de la salvación que hallaría su cumplimiento mediante Cristo (PP, 103-104; granate, 117).

 

Después que Abram hubiera morado en Harán evangelizando a quienes lo rodeaban, muchos se le juntaron como fieles creyentes. Taré, su padre, murió. Entonces el Señor lo llamó a que partiera a Canaán. Fue entonces cuando el Señor le anunció: “A tu descendencia daré esta tierra” (Gén 12:7).

 

La promesa de Dios concerniente a la tierra, la hizo a “tu descendencia”. Pablo comprendió que dicha descendencia es Cristo. “Ahora bien, a Abraham fueron hechas las promesas, y a su descendencia. No dice: ‘Y a los descendientes’, como si hablara de muchos, sino como de uno: ‘Y a tu descendencia’, la cual es Cristo” (Gál 3:16). Cristo es el heredero de la promesa que Dios hizo a Abram. Por consiguiente, Abram creyó firmemente en el cumplimiento de las promesas de Dios mediante Cristo. Fue estrictamente cristiano desde que comenzó a creer. Dios predicó a Abram a Cristo crucificado.

 

Esa promesa de Dios alcanzaría a todo creyente en Cristo crucificado, tal como hizo su creyente padre Abram. “Todos los que habéis sido bautizados en Cristo, de Cristo estáis revestidos. Ya no hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay hombre ni mujer, porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús. Y si vosotros sois de Cristo, ciertamente descendientes de Abraham sois, y herederos según la promesa” (Gál 3:27-29).

 

Es preciso recordar que al pacto se lo llama explícitamente promesa de Dios. Cuando Dios hace la promesa, él mismo provee su cumplimiento. No espera promesas en respuesta de parte de los humanos. La respuesta esperada es creer su promesa.

 

Es fundamental comprender que la promesa relativa a la tierra —hecha a Abram— no fue jamás cumplida en vida del patriarca, pues de acuerdo con el profeta Esteban, “no le dio [a Abraham] herencia en ella ni aún para asentar un pie, pero prometió dársela en posesión a él y a su descendencia después de él, aunque él aún no tenía hijo” (Hechos 7:5).

 

La promesa divina de la salvación en Cristo crucificado siempre estuvo relacionada con la herencia de la tierra. Sin embargo, Abram nunca poseyó en vida ni la porción de aquella tierra prometida que ocupa la huella de un pie. ¿Falló la promesa de Dios? De ninguna manera, porque Abram creyó, no sólo en un Redentor crucificado, sino también en un Señor resucitado.

 

El apóstol Pedro anunció: “Vosotros sois los hijos de los profetas y del pacto que Dios hizo con nuestros padres diciendo a Abraham: ‘En tu simiente serán benditas todas las familias de la tierra’. A vosotros primeramente, Dios, habiendo levantado a su Hijo, lo envió para que os bendijera, a fin de que cada uno se convierta de su maldad” (Hechos 3:25-26). Así, Abram recibió la bendición de la posesión de la tierra mediante la fe en un Salvador crucificado y resucitado. Habiendo proclamado ese maravilloso evangelio a Abram, Dios fue igualmente fiel en enseñarlo a los demás.

 

Tan cristiano fue Abram, que el Señor pudo decir a los judíos que le eran contemporáneos: “Abraham, vuestro padre, se gozó de que había de ver mi día; y lo vio y se gozó” (Juan 8:56). Abraham fue el cristiano de los cristianos. Vivió verdaderamente en la dispensación del evangelio tan ciertamente como nosotros.

 

Su fe estuvo depositada en Cristo, quien es el verdadero sumo sacerdote del verdadero santuario celestial no hecho con mano. Abram reconoció el sacerdocio de orden superior de Melquisedec, rey de paz y de justicia, puesto que le entregó los diezmos (Heb 7:2). Melquisedec era un símbolo o tipo del sacerdocio de Cristo (Heb 6:20). Por consiguiente, Abram adoró a Dios, no en tiendas de manufactura humana, sino según el servicio espiritual del santuario celestial. Cristo comunicó su justicia por la fe a nuestro padre Abram mediante una comunión que brota de la unión del corazón que aprecia el sacrificio del Hijo de Dios.

 

El mensaje que el Señor nos envió en su gran misericordia en 1888 es el que clarifica cómo fue proclamado a Abram el evangelio del nuevo pacto. Ese mensaje define en qué consiste la fe: es la respuesta del corazón al amor revelado en la cruz de Cristo.    

 

 

 

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